Lecciones de otro camino

Los que me conocen saben cómo me impactó la experiencia que viví al recorrer durante semanas el Camino de Santiago en el norte de España. Sabía que mis pies pisaban el mismo sendero recorrido durante mil años por tantos peregrinos que, desde toda Europa, habían caminado hacia la tumba del Apóstol. Una experiencia difícil de olvidar. Sueño con repetirla por tercera vez.

Al comenzar la Cuaresma pienso en algunas lecciones que el Camino me enseñó y que creo se pueden aplicar a mi vivencia personal de este otro camino que emprendemos con el Miércoles de Ceniza: el camino hacia la Pascua.

Antes de echar a andar, estudié el mapa. Pensé en las etapas. Comencé a preparar mi mochila. No podía echar en ella todo lo que yo hubiera querido. Me lo habían dicho los que habían tenido la experiencia antes que yo. Tenía que seleccionar lo necesario. Cuanto menos peso, mejor. Porque tenía que echármelo a la espalda y subir cuestas y atravesar llanuras bajo un sol de justicia con ese peso a las espaldas.

Un día tras otro. Lección primera: dejar a un lado lo no necesario.

Empecé a caminar. Caminos varios. Tierra dura, cuestas muy pendientes y a veces carretera asfaltada, que es peor para los pies. También, a veces, charcos y barro. Y en medio de todo eso, las flores de los campos, los colores que la naturaleza provee. El sol que se levanta desperezándose poco a poco y al que nosotros debemos sorprender ya caminando, porque cuando él caliente más, debemos ponernos a la sombra y descansar. Las aguas de los ríos y de los arroyos que refrescan la vista y el paladar. El cielo azul y las montañas inmensas. Lección segunda: gozar lo que el camino diario me presenta.

Delante, detrás o a mi lado siempre había alguien que también iba hacia Santiago. “¡Buen camino!” nos decíamos al cruzarnos o adelantarnos. Y a veces venían las conversaciones a corazón abierto con personas hasta entonces desconocidas, extrañas en mi vida. Sensación increíble de cercanía por el hecho de sentirnos en una empresa común: el ser peregrinos. Todos con los pies igualmente cansados, no importaba dónde ni cuándo hubiéramos empezado a caminar, ni la profesión o fortuna dejada en casa. Compartir comida y tal vez una crema para los pies heridos. Lección tercera: abrir el corazón y la mochila a los que caminan a mi lado.

Caminé solo muchos ratos. A propósito. Mirando al cielo azul de mi Castilla o a las nubes más frecuentes en Galicia. No faltó la lluvia mojándome el rostro ni el sudor rodando por mi frente. Era el momento de llegar al encuentro con lo más íntimo y también de hablar con Él. O de orar, que es lo mismo. Momentos propicios para volver a lo fundamental, de sentirme criatura con el Creador y de hijo con mi Padre.

Lección cuarta: buscar momentos de encuentro personal con el Señor en mi peregrinar.

Al final del camino diario, descansábamos en un albergue. Con muchos otros. Sin demasiadas comodidades. Pero sí lo necesario: una cama, una ducha, agua para lavar a mano la ropa que ponerme al día siguiente, y un lugar para comer junto con otros compañeros de camino. Contentos, felices, agradecidos. Como alguien me dijo entonces, “el turista exige; el peregrino agradece”. Lección quinta: apreciar y agradecer los dones que a diario pueden pasar desapercibidos.

Y al final, Santiago de Compostela. Con la concha colgando de la mochila entramos en la ciudad milenaria y en su vieja y majestuosa catedral. Alegría que desborda. Compartida y aumentada al ver rostros encontrados algún día en el camino. El “abrazo al santo”, la misa del peregrino con el perfume que arroja el botafumeiro y el gozo grande de haber llegado. Las penas del camino habían merecido la pena.
Al comenzar este año la Cuaresma me pongo a pensar que algunas de las lecciones de mi caminar hacia Compostela me vendrán muy bien en este otro camino, el que lleva a la Pascua. A la gran celebración de un Dios vivo y resucitado. ¿No nmjk,creen?

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