El Cuerpo Místico de Cristo
Mis Queridas Hermanas y Hermanos en Cristo,
La Iglesia enseña que la vida en Cristo comienza con el bautismo y se alimenta con la recepción frecuente de la Sagrada Eucaristía, el cuerpo y la sangre de Cristo. En su encíclica de 1943, “Mystici Corporis Christi” (El Cuerpo Místico de Cristo), el Papa Pío XII escribe: “Si quisiéramos definir esta verdadera Iglesia de Jesucristo… no encontraríamos expresión más noble, más sublime o más divina que la frase que la llama Cuerpo Místico de Jesucristo” (#13).
La imagen del Cuerpo de Cristo celebra la encarnación del Verbo de Dios, su humanidad y su presencia real entre nosotros en el sacramento que nos dio la noche antes de sufrir y morir por nosotros. También celebra una de las enseñanzas más profundas de nuestra fe católica—que todos los cristianos bautizados se han unido a Cristo y se han convertido en su Cuerpo místico, la Iglesia. San Pablo enseña que Cristo es la cabeza de la Iglesia, y que todos estamos unidos a él. Como tales, formamos un cuerpo unificado en nuestra diversidad y dedicado al crecimiento sobrenatural y a la transformación del mundo entero en Cristo.
El Concilio Vaticano II y todos los Papas recientes han reforzado esta enseñanza sobre la unidad absoluta de Cristo y su Iglesia y su poderosa expresión sacramental en la Eucaristía. Nuestra unidad como cristianos está garantizada por nuestra participación en la vida de Cristo, que se realiza de una vez por todas en el bautismo y se nutre, restaura y santifica por nuestra frecuente recepción de su Santísimo Cuerpo y Sangre en la Eucaristía.
El Evangelio de San Marcos recoge las palabras utilizadas por nuestro Redentor cuando instituyó por primera vez este gran sacramento:
Mientras comían, Jesús tomó en sus manos el pan y, habiendo pronunciado la bendición, lo partió y se lo dio a ellos, diciendo: ”Tomen, esto es mi cuerpo”. Luego tomó en sus manos una copa y habiendo dado gracias a Dios, se la pasó a ellos, y todos bebieron. Les dijo: “Esto es mi sangre, con lo que se confirma la alianza, sangre que es derramada en favor de muchos. Les aseguro que no volveré a beber del producto de la vid, hasta el día en que beba el vino nuevo en el reino de Dios” (Mc 14:12–16, 22–26).
Jesús nos ha dado este precioso don de sí mismo, y nos ha pedido que repitamos sus palabras a menudo para que podamos llegar a ser en nuestras propias vidas lo que Jesús es para nosotros y para el mundo: personas que se preocupan por las necesidades de todos nuestros hermanos y hermanas.
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