La parroquia de Most Holy Name en Garfield despide a su párroco, Mons. William Reilly

Son las dos y media de la tarde del domingo 2 de octubre. Los bancos de la iglesia están llenos. Algunos miembros de la parroquia han ido dando la bienvenida a las personas de su comunidad y a otras muchas que llegan de otras parroquias de la Arquidiócesis donde Mons. William Reilly sirvió durante sus 57 años de sacerdocio.  Han querido unirse a los feligreses de Most Holy Name en Garfield en la despedida al que ha sido su párroco durante 22 años, un sacerdote que de manera extraordinaria ha servido durante toda su vida a nuestra comunidad arquidiocesana.

Allí están algunos de la parroquia de Santa Brígida en Newark, donde él estrenó su sacerdocio. También han llegado de varios puntos de Jersey City y de Union City, que el recorrido pastoral de Mons. Reilly ha sido muy largo y generoso en frutos. Y hay otros a los que el Señor puso en su camino a lo largo de los años. En el primer banco, un grupo de Hermanas Misioneras del Corazón de Jesús, que tan cercanas han estado a Mons. Reilly desde su llegada a nuestra Arquidiócesis (fue él quien “las descubrió y las trajo” a Newark), y a quienes ha ayudado tanto durante muchos años en su cuidado de las niñas más necesitadas en su Hogar Infantil en la República Dominicana.

¡Cuántas misas, conferencias, retiros, misiones y cursos impartidos en la Arquidiócesis y fuera de ella! Y no se olviden de las clases sobre los documentos de Medellín o de Aparecida…  ¡Cuántos comentarios a la Palabra de cada domingo publicados en el New Jersey Católico a lo largo de los años! ¡Cuántas visitas a hospitales y también a cárceles! ¡Cuántas consultas personales sobre temas de inmigración! Porque nunca supo decir que no a quienquiera que tocara a su puerta.

“Yo tengo la misma edad que el Papa Francisco. Si él puede dirigir la Iglesia, yo también puedo seguir sirviendo a mi parroquia”, me dijo más de una vez cuando ya había pasado de los ochenta y seguía siendo párroco.

Energía nunca le ha faltado y amor a su gente menos todavía. Pero la vida no se detiene y había llegado el momento de dar gracias a Dios por el servicio realizado en sus muchos años de sacerdocio y los 22 últimos años como párroco en Garfield. Era la hora de dejar que otros continúen el trabajo. Y para eso estaba allí el P. Diego Navarro, nuevo administrador parroquial y organizador de esta gran fiesta de misa y mesa, que no dejó de alabar en todo momento la labor realizada por su predecesor.

Veinte monaguillos van al frente de la procesión de entrada, seguidos de los diáconos y un grupo de sacerdotes que hoy han querido concelebrar con el P. Reilly esta misa de Acción de Gracias. Algunos de estos son de las parroquias cercanas. Uno fue su compañero de estudios universitarios en St. Peter College y después en el seminario.

“Comencé a aprender español en la universidad. Después vino la parroquia de Santa Brígida en Newark, donde fui vicario y párroco. Para aprender español enseñé inglés a los inmigrantes y para poder ayudarles en sus problemas legales tuve que estudiar bien las leyes de inmigración. Desde ese momento siempre he estado asociado de una manera u otra a los hispanos.”

Así me comentaba en una conversación hace tiempo. Sabemos muy bien que, aunque tenga un corazón grande donde caben todos, siempre ha tenido una simpatía especial para los hispanos. Le encanta nuestra cultura, habla muy bien nuestra lengua.

–“Del 1985 al 1994 fui director de la oficina del Apostolado Hispano; a partir del 2001 el Arzobispo me nombró coordinador del Apostolado Multicultural y Étnico, que abarca todos los diferentes grupos de inmigrantes que existen en nuestra Arquidiócesis, entre los cuales los hispanos componen el grupo más numeroso.”

Y marca con las palmas el ritmo de las canciones, como hace toda la asamblea, que responde con mayor fuerza en la voz cuando lo hace en español. Se palpa la emoción durante toda la misa, sobre todo al final, cuando son leídos los mensajes enviados por el Cardenal Tobin y por los obispos auxiliares. Le expresan su agradecimiento por la labor hecha durante tantos años y le desean una jubilación larga y bien merecida.

–¿Es verdad que usted podía representar en la corte a los que tenían problemas legales, sin ser usted abogado?, le pregunté un día.

–“Sí, es cierto. Desde 1974 hasta el 2000 pude representar a personas de 105 países diferentes en cuestiones de asilo, refugio político y encarcelamiento. Además, desde el año 1988 al 1990 serví en la Cárcel Estatal del Norte en Newark. Al representar al extranjero en los procesos legales, al entrenar a otros en los entresijos de la ley me di cuenta que yo era como esa piedra que se echa al agua y va creando pequeñas olas que llegan muy lejos. Y eso, en nombre de la Iglesia, tratando de mejorar la vida de los demás y hacer presente al Señor en sus vidas”.

Porque en su corazón universal, que hace que todos se sientan especiales, ha recibido a muchos, de manera particular a aquellos que necesitaban una mano amiga que les ayudara en su proceso de establecerse en este país de una manera digna.

–¿Qué ha aprendido en esas parroquias en las que ha ido usted dejando un poquito de su vida?, le pregunté.

–“Que el Señor me ha brindado la experiencia más rica que podía esperar sirviendo a estas comunidades parroquiales. Ayudando a la formación de nuestra gente he descubierto la presencia amorosa de Dios. También como escritor y director de misiones parroquiales y retiros ha sido una bendición ver el crecimiento espiritual del Cuerpo de Cristo. He tratado con mis palabras de brindar mi aceptación y acogida, permitiendo que otra gente reconociera y viviera su experiencia de fe en las nuevas comunidades y a la vez asumieran la responsabilidad en sus comunidades parroquiales.”

Termina la misa y todos somos invitados a la comida que en honor a él ha preparado su comunidad. Elegante la presentación en el salón/cafetería del piso bajo donde hay que apretarse un poco porque somos muchos y todos queremos estar presentes. Y al tiempo que se paladea la comida, suena la música acompañando a un grupo que danza, envuelto en colores, y de un mariachi que entre guitarras, trompeta y violín lanza sus voces a lo que el público le va solicitando. Es una fiesta, con algunas lágrimas cuando él se despide y llega el momento de los abrazos.

El Padre Reilly viste hoy su sotana de monseñor, que yo nunca antes se la había visto. No en balde está prácticamente nueva. Estoy más acostumbrado a verle en este tiempo del año con su eterno sweater verde, que parece cantar a gritos sus raíces irlandesas. Nos despedimos, como todos los que marchan, con un abrazo que es un “hasta luego”, porque este sacerdote es de los que, mientras las fuerzas no le falten, nunca podrá aprender a estar mano sobre mano y seguirá dispuesto a contestar cualquier llamada.

P. Reilly, que el Señor le premie todo el bien que nos ha hecho y sigue haciendo.

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