Reflexión: Yo también me fui de casa

No, no esperen aquí una historia dramática de partida y conversión que tanto conmueven a la audiencia en retiros y charlas. Como el hijo menor del cuento o parábola que se sacó Jesús de la manga para explicarnos lo bueno que era su Padre Dios. Yo no recuerdo haber dado ningún portazo, ni tampoco exigí con vehemencia lo que me correspondía. Viví tranquilo disfrutando de las delicias que ofrece por dentro el saber del deber cumplido y de que estaba cerca del Señor. Seguí el buen ejemplo que me dieron mis padres –y esos sí que fueron buenos–. Yo era de los “buenos”. O eso me imaginaba.

El hijo menor de la parábola –tan vapuleado por los predicadores– vivió su vida con intensidad en cada momento. Lo malo y lo bueno. Buscó la felicidad donde creía que podía encontrarla, aunque eso le llevara por derroteros que le alejaban aun más de ella. Pero nunca olvidó –sobre todo cuando tocó fondo– de dónde había salido y a quién había dejado atrás. No había logrado ser feliz con nada. “Me levantaré y volveré a mi padre”, se dijo. Y, para su sorpresa, a la vuelta se encontró con su padre, que siempre le había esperado con los brazos abiertos. Misericordia pura, que no podía ser otra cosa.

Mientras tanto, el hijo mayor se quedó en la casa del padre. Cumplió con lo que se le había mandado. Día tras día. El sacrificio de la rutina. Y, en el fondo, la espera de la recompensa. La herencia. ¿Para qué estaba él haciendo tantos sacrificios trabajando obedientemente en los campos de su padre si no era para que al final se le premiara como le correspondía?

Les tengo que confesar que me encuentro entre los que se ven mejor reflejados en el segundo hijo, el hijo mayor. Los que se han quedado en casa cumpliendo, pero sin vivir a plenitud. Los que han seguido las normas establecidas, pero sin asomarse de verdad al corazón del Padre. Aquellos a los que –aun con la cercanía de Dios– no se les ha pegado lo más importante. No se han ido lejos, pero no les ha calado de verdad por dentro la invitación del Padre a abrir los brazos. Se olvidaron de que, siendo hijos y herederos, estaban llamados a ser como él. Misericordia pura.

Por eso creo que, mirando la cosa un poco más de cerca, un poco sí me fui de casa. O mejor, me quedé junto a la puerta, o si quieren junto a la ventana. Echando de vez en cuando una miradita hacia fuera. A ratos dentro, queriendo de verdad ser lo que sé que quería el Padre, a ratos echando de menos lo que había dejado o soñado que había afuera. Con el “corazón partío”, como dice la canción.

Creo que no estoy solo en este grupo de indecisos. Pienso en esos hijos e hijas de Dios –buenos y buenas–, que cumplen bien lo mandado, pero que se resisten a ver con buenos ojos que los que se han marchado tengan a su regreso un trato igual, o hasta mejor según ellos, que aquellos que se han quedado en casa cumpliendo con sus deberes. Es más –piensan ellos– que tampoco deberían tener los mismos privilegios ni beneficios los que llegan más tarde a la labor. ¿O es que no valen para nada los sacrificios hechos antes de que estos llegaran? ¿No valen las novenas y los miles de rosarios rezados o todas las misas “escuchadas” los domingos y “fiestas de guardar”? ¿Y las renuncias hechas los viernes de Cuaresma?

Pero la invitación del Padre está ahí. “Sean misericordiosos como el Padre de ustedes es misericordioso.” Abran el corazón.

Tal vez deberíamos mirar por la ventana, no para echar de menos lo que dejamos, sino para ver si hay afuera a quien invitar a participar en la fiesta.

En esta Semana Santa que se aproxima quiero disfrutar de que estoy en casa, que estoy decidido a quedarme, no solo haciendo cosas o rezando oraciones rutinarias, sino dispuesto a abrir mi corazón como el padre de la parábola, como mi Padre, que es pura misericordia. Porque todos los hijos de Dios son mis hermanos y, con alegría, quiero participar en el banquete de fiesta de su regreso… que también es el mío.

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