Diáconos: unos hombres llamados a servir
Los hemos visto en muchas de nuestras parroquias durante la misa al lado del sacerdote. Con la estola cruzada al pecho sobre el alba blanca. Los hemos visto proclamar el evangelio y a veces predicar. O tal vez en algún bautizo o alguna boda. Han sido por muchos años, y siguen siendo, parte de la comunidad parroquial. Son los diáconos permanentes. Hombres que un día dijeron que sí al Señor para asumir un compromiso mucho mayor que el que ya desarrollaban. Compromiso para siempre después que el obispo les impuso las manos y los ordenó para el servicio a la Arquidiócesis.
Un día recibieron la invitación, casi siempre de un sacerdote de su parroquia –o de otro diácono- que vieron en ellos un don especial para el servicio a la comunidad. Y se embarcaron en esa aventura a la que sintieron que el Señor les llamaba. Sabían, o se imaginaban, que no todo iba a ser color de rosa, pero le dijeron: “Cuenta conmigo”.
Después de ser aceptados para comenzar el proceso de preparación se dedicaron a estudiar durante cuatro años antes de ser ordenados. Tarea nada fácil cuando las clases eran por las noches o los sábados, después de todo un día de trabajo. Pero soñaron con servir. Y eso es precisamente la diaconía.
En nuestra Arquidiócesis de Newark contamos con un buen número de diáconos, algunos de ellos hispanos. Entre éstos los hay puertorriqueños, dominicanos, peruanos, cubanos, colombianos, ecuatorianos, salvadoreños… y hasta un español. Pero necesitamos más, porque el tiempo corre y son pocos para las ochenta parroquias en las que hay ministerio en español.
Después del Concilio Vaticano II, en 1967 el papa Pablo VI reinstauró el diaconado permanente. Durante siglos el que iba a ser ordenado sacerdote era ordenado antes diácono. Es decir, el diaconado era considerado un paso hacia el sacerdocio. Todavía sigue siendo así. Pero el Concilio volvió a instaurar una tradición tan antigua como la Iglesia misma: el diaconado permanente. Es decir, la ordenación de hombres que no aspiran a ser sacerdotes, que han sido ordenados para servir y desarrollar una serie de funciones en la iglesia. Proclamar la Palabra en la liturgia y en la vida…
“El corazón de la diaconía está en la Eucaristía y debe realizarse en primer lugar en el servicio a los pobres que llevan en sí mismos el rostro de Cristo sufriente”, nos ha dicho el Papa Francisco, que también nos recuerda claramente que “el diácono no es un sacerdote de segunda”. Tiene su propia identidad, su propio llamado que es el servicio.
Cuando el Concilio pidió que se volviera a establecer el diaconado permanente quería enriquecer a la Iglesia con las funciones del ministerio diaconal, reforzar con la gracia de la ordenación diaconal a aquéllos que ya ejercían de hecho algunas funciones diaconales y aportar ministros sagrados a aquellos lugares que sufrían escasez de ellos.
Aunque junto con los obispos y los sacerdotes forman parte del clero, fuera de la iglesia no los van a ver ustedes vestidos con un distintivo clerical. Estarán con saco y corbata o en mangas de camisa. Son hombres de familia, casados en su mayoría, con hijos o nietos, que se dedican a las profesiones más variadas. Metidos en el mundo, pero ordenados para servir a la iglesia en los más diversos frentes.
Hablo con un grupo de diáconos hispanos de nuestra Arquidiócesis y les pregunto qué clase de ministerio desarrollan ellos. Están en todo lo que sus parroquias o la Arquidiócesis les solicita: programas de educación religiosa, distribución de comida a familias necesitadas, liturgia, charlas pre-bautismales, pre-caná, dirección espiritual de movimientos parroquiales, servicios funerarios, visitas a enfermos en hospitales, consejería de matrimonios… “Visito la cárcel semanalmente para llevar la palabra de Dios a los detenidos y para preparar a los que han solicitado recibir los sacramentos de iniciación: bautismo, confirmación y primera comunión. Esta última labor ha sido para mí un regalo inesperado que yo jamás imaginé posible”, nos dice el diácono Pedro Herrera de la parroquia Santa Rosa de Lima en Newark.
Me dicen que los feligreses se sienten muchas veces más cercanos al diácono, al que ven como uno de ellos; sienten más afinidad con él porque vive, trabaja y se enfrenta a los mismos retos que ellos. Y a él le toca servir de puente en su comunidad. En otras palabras, lo que le pedía el Concilio en su documento Lumen Gentium: que fuera “intérprete de las necesidades y de los deseos de las comunidades cristianas” y “animador del servicio, o sea, de la diaconía”. (LG, 28)
Hablamos con ellos de cómo combinan su responsabilidad familiar con las responsabilidades adquiridas con el diaconado. “No es problema”, nos dice Eduardo Pons. “Al contrario, el diaconado me ha unido mucho más a mi esposa y a mi familia. Claro, mi esposa me ha apoyado siempre. Eso es fundamental.”
Ellos saben muy bien que la familia es un deber primordial, porque no es cuestión de desvestir a un santo para vestir a otro. Y el sacramento del matrimonio vino primero con sus frutos y responsabilidades. Pedro Herrera añade: “La gracia consiste en saber entretejer la familia en tu diaconía y tu diaconía como base de tu familia. Cuando el diácono proyecta en el seno de su familia el entusiasmo en su misión, la familia no sólo da su apoyo, sino que participa en la labor.”
A lo largo de los años y en distintas ocasiones les he preguntado qué les hace más felices. La respuesta siempre ha sido la misma: poder servir. Hay alegría e ilusión en este grupo de diáconos veteranos, que confiesan sin rubor que su amor a la iglesia ha aumentando con el pasar de los años, que se alegran de haber dicho que sí a la llamada del Señor. Algunos lo hicieron hace pocos años. Otros ya cuentan sus años en décadas.
Les pregunto qué le dirían a alguien que quiere iniciar el camino hacia el diaconado. Me contesta el diácono Jorge Montalvo: “Que afiancen su fe y fortalezcan su matrimonio, si están casados. Que se preparen espiritualmente y oren para que el Señor les moldee para ser auténticos servidores.”
Esperamos que escuchen este consejo los que se sienten llamados al diaconado. La comunidad hispana los necesita.